Que estamos en un momento de crisis no es ninguna novedad. Crisis sobrevenida. Como un infarto de miocardio cuando habíamos pasado el último chequeo médico hace dos semanas. Ese estado mental entre el cabreo y el desconcierto en el que las circunstancias le permiten a uno pensar en que la próxima vez se andará con muchísimo más ojo. Si es que eso es posible! O que por lo menos te situará ante la siguiente disyuntiva: doy un paso atrás y reconsidero el nuevo escenario…o salgo corriendo y me meto el primer agujero que me permita evitar la que está cayendo.
Cualquiera de estas decisiones habrá pasado por la cabeza de cualquier pequeño emprendedor en algún momento del último año. Y digo pequeño porque las decisiones para aquellos, también emprendedores, que crearon con sus esfuerzo una organización que gestiona no sólo un negocio y sus propias expectativas si no también las de sus empleados, probablemente no tenga la capacidad –ni el tiempo- de hacerse las preguntas anteriores. Ahora está pensando, en el mejor de los casos, por dónde meterá la tijera. Así
Como no es ni el lugar ni el momento para dirimir la paternidad de ninguna idea, ya que la realidad es que toda ellas están en el aire, hace algunos años me invitaron a hacerme la siguiente pregunta: ¿qué oferta eres?. Para mi sorpresa, no lo sabía. Más allá de vaguedades y de generalidades, me dí cuenta de que estaba programado para pedir. Muy dignamente, y con cargo a mi esfuerzo académico más o menos presentable. Pero en un mundo donde los cambios se precipitan geométricamente en todos sus ámbitos, donde las crisis del sistema están a la vuelta de cada esquina, lo cierto es que lo más probable es que a uno le roben la silla a cada rato.
La estabilidad para la que nos habíamos preparado no existe. Por desgracia también estamos comprobando que esa inestabilidad no ha tenido efectos retroactivos, así que aquellos que nos formaron (en todos lo ámbitos, académico y profesional) siguen aferrados en sus puestos y tomando decisiones, y que sólo tal vez y de alguna forma casi imperceptible a nuestros ojos, sufran los efectos de su incapacidad para preveer los cambios.
Para poder tomar decisiones con respecto a nuestro futuro y nuestro papel en el mercado -para tener autonomía- uno tiene que saber qué es lo que puede ofrecer a los demás. Es en ese momento se abre un campo inmenso de oportunidades. Donde el entorno siempre será cambiante pero donde sabremos encajar mejor nuestro perfil ante las nuevas necesidades emergentes.
Uno puede considerase oferta parcial u oferta completa. Y el emprendedor suele tener conciencia de ser oferta completa. Entiende que es capaz de concebir un producto o servicio de principio a fin. Que tiene la capacidad de apoyarse en los resortes del sistema para poner encima de la mesa una oferta nueva, distinta o simplemente en condiciones de ser tan competitiva como las alternativas que ha conocido. Entonces, en muy pocos casos de los casos, asume el riesgo. Y ese es el verdadero valor de la persona emprendedora: su autonomía personal. Una vez que se ha tomado una decisión en ese sentido, se convierte en una actitud. Ser emprendedor implica grandes sacrificios, fundamentalmente personales, pero que tienen la recompensa en dos vertientes: en primera instancia, la aceptación de su oferta en el mercado, y en segunda, el éxito empresarial.
La gratificación personal y las enseñanzas de haber emprendido ese camino no son equiparables a ninguna de las alternativas convencionales del asalariado, así que espero que todos los que estemos en esta batalla tengamos la capacidad de resistencia para aguantar de forma creativa y reivindicativa la sequía financiera que el mal gobierno de nuestros dineros ha provocado. Y, además, volviendo al símil metereológico del comienzo, la realidad es que tampoco hay tantas guaridas. Y todos sabemos que se está mucho mejor ahí fuera.
Este artículo ha sido escrito por Eric Bergasa