Recuerdo que: hace unos años, en el trastero donde guardábamos las bicicletas y esas cajas que nadie abría (ni siquiera mi curiosidad) existía una gran telaraña que se metía hacia un gran agujero entre los ladrillos de la pared. Allí vivía una gigantesca araña con la que guardaba una relación basada en que cada cierto tiempo, yo daba tironcitos a la tela con un palito y ella (la araña) asomaba dos o tres patas asquerosas y al ver que se trataba de mi y no de una mosca, paraba su camino y ahí nos quedábamos los dos, ella mirando el palo y yo sus patas.
Supongo que los dos soñábamos con cosas distintas: ella con un insecto manso y comestible y yo con el dudoso placer de ver el resto de su espantoso cuerpo. Mis visitas a la telaraña eran casi diarias.
Otra: unos años después, uno de esos veranos en La Huerta (finca de verano) después de comer y bajo el calor aquel, una mata de judías se movió asustada por un toque de refilón con un palo seco de bambú con el que había ido castigando manzanos, cardos borriqueros y otros objetos golpeables a mi estatura. Aquella planta exageró para tan poco castigo. Di un paso hacia la mata de judías, un paso tan automático como temeroso y retiré unas ramas con mi palo. Allí, en la tierra seca, un conejo pequeño y pardo, en posición de roer, giró nervioso su cabeza mirándome estupefacto, es más, juraría que se le cayó un trozo de comida de la boca.
Un par de décadas después de ver a aquel conejo me puse a trabajar en oficinas, despachos, me enganché a un teléfono móvil. También frecuenté salas de reuniones, aeropuertos y taxis.
Ya con la alarma del aburrimiento sonando todas las mañanas en mi mesilla, me alisté como autónomo y un largo tiempo después, una crisis repugnante me trajo el estrés y la quiebra.
Pues tres años muy sombríos más tarde, con 36 cumplidos, lo dejé todo y me fui no muy lejos: tan lejos como pude. En esa especie de exilio, ayer mismo, de excursión en el campo para recoger fruta de los árboles con mi familia. Mi hija detectó con sus ojos de siete años a una mariquita que daba vueltas a una pera colgada de un peral.
El resto del camino entre frutales, la mariquita caminó la derecha y la izquierda, las uñas y los dedos de mi entretenida hija y yo recordé de golpe, frescos en mi memoria, una cadena de eventos de mi infancia como los que les conté unos párrafos más arriba.
Quizás se me olvidó mirar lo que hacía mi hija estos años de negrura mia, pero tengo una feliz ocasión de revivir mi propia infancia o lo que es mejor, la oportunidad ciega y tonta de despistarme con la vida animal, que es mucho más jugosa que aquella otra… porque no tengo trabajo y tengo muchas ganas de no tenerlo, o al menos no así como era.
Hacedme hueco, que he vuelto a despertar, que me he dado cuenta de que mi cuenta de resultados cuenta que si vuelvo a ser más animal y menos normal, me regalan una chequera más suculenta. Pero tranquilo, tranquila, esto que te escribo a ti, no es para que abraces la locura de una segunda infancia y posterior, segunda juventud. No te preocupes, tú ya tienes muchos problemas como para tener que coserle rodilleras a tu pantalón.
Que no quiero ser yo quien convierta tu vida en una salvajada difícil de controlar y que tu familia eche de menos aquella seguridad de aburrimiento que tanto cuidabas, no, por favor, a mi no me culpen de convencer a nadie de nada, no vayan a creer que yo vivo mejor que nadie, yo simplemente digo, que prefiero la vida animal.
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